En medio de la personalidad, la experiencia y la historia, nace la identidad. Desde el momento en que uno es concebido, comienza esta evolución del carácter, continuamente moldeado por las mareas cambiantes de la vida. En esencia, la identidad es la definición básica de cada individuo. Aspectos tales como raza, género, nacionalidad, orientación sexual y clase socioeconómica construyen la manera en que nos vemos a nosotros mismos y percibimos a los demás, un estándar por el cual nos dividimos en roles sociales. Es por esta razón que la identidad es objeto de crítica en discusiones en torno a asuntos de privilegio y desventaja.
Sin embargo, en lo personal rechazo esta noción. La ventaja y la desventaja caracterizan la identidad interseccional. El reconocimiento de estos elementos valida la existencia de desigualdades sistémicas y confiere al individuo nuevas perspectivas para combatir la opresión y la pasividad social.
Como he discutido en mis editoriales anteriores, “Clasicismo sutil en el entorno universitario” y “Estudiantes pobres dejados atrás”, mi origen está enraizado en la pobreza y la falta de vivienda, una desventaja que hoy se ha convertido en la parte más profunda de mi identidad. No era una historia que yo quería aceptar. Por mucho tiempo intenté actuar como si fuera otra persona. Bajo esa máscara, aprendí a mostrar la imagen de poseedor de una cierta estabilidad financiera; mis compañeros, conocidos y extraños fueron centrales para entender cómo mezclarme. Sin embargo, borrar la identidad es una tarea inútil, una que solo amplifica el personaje que se fija en las sombras. Por esta razón, comencé a expresar el núcleo de mi identidad como “sobreviviente” e “hijo de la pobreza”, utilizando mi experiencia para dar voz a un grupo demográfico que a menudo es ignorado, marginado y considerado prescindible.
A partir de ese entonces, la desventaja socioeconómica se arraigó en mi propia definición. La habitación del dormitorio, un blanco de críticas y exasperación por su estructura confinada, simbolizaba un nuevo comienzo para mí. Anteriormente vivía en habitaciones de hotel de no más del doble del tamaño de un dormitorio universitario tradicional, y compartir ese espacio con mis padres y mis seis hermanos menores era mi norma. Mientras que otros planean viajes de vacaciones de primavera y salidas a restaurantes, dedico mi tiempo a actividades académicas, extracurriculares y trabajo, ya que estas son las vías principales por las que podré cambiar mis circunstancias. Mientras me quedo en la Universidad de Massachusetts los fines de semana, otros pueden darse el lujo de regresar a sus hogares. Mientras que otros lamentan las infrecuentes e insatisfactorias opciones de “Late Night” en Berkshire Dining Commons, pienso en la dieta restringida de mi familia de pastel de pollo, sopa, fideos y otros productos enlatados.
Son las piezas de nuestra vida, como el acceso a alimentos seguros y refugio, lo que damos por sentado. Lo que es natural para uno es un lujo para otro. Pero estas características son esenciales para nuestro desarrollo personal y se extienden mucho más allá del privilegio de clase.
Lo que primero desconté de varias conversaciones sobre el tema del privilegio fueron las ventajas con las que nací. Las experiencias individuales de trauma fueron tan poderosas que dieron forma a cómo me veía a mí mismo; mirar más allá de eso era incómodo, pero era necesario. Antes de que mi familia perdiera nuestra casa y todo el curso de nuestras vidas cambiara, vivíamos en los suburbios de blancos. Ahora me beneficio de las perspectivas duales, ya que soy versado en la vida de la adecuación, el pináculo de los suburbios, mientras que entiendo el impacto de la inestabilidad y la pobreza constantes.
En otro nivel, como hombre blanco, cisgénero, reconozco que mi capacidad para cambiar mi realidad financiera ha estado parcialmente enraizada en estas características externas. Si no hubiese nacido de esta manera, sería aún más segregado y considerado indigno de empatía. El profesor de la Universidad de Nueva York, Charlton McIlwain, refuerza esta idea cuando afirma: “Para los blancos, la pobreza es una ‘falla del sistema’, con una narración que dice: ‘Has hecho todo lo que has podido, has trabajado duro y aquí estás sin red de apoyo'”.
Estas ventajas no quitan la gravedad de lo que ha sufrido mi familia, pero me permiten comprender la situación en una perspectiva más amplia. Enraizados en la desigualdad sistémica, los grupos minoritarios son oprimidos y discriminados. Como algunos grupos son desproporcionadamente más atendidos que otros, tan solo la ignorancia pasiva de las diferencias existentes puede generar privilegio. Es a partir de esta y otras verdades que debemos reconocer nuestras ventajas y desventajas para combatir la opresión institucional. El estatus socioeconómico, la raza, el género y la orientación sexual son características formativas que necesitan reconocimiento para una conversación productiva. Una llamada para admitir el privilegio no es un ridículo grito de guerra, sino más bien una vía para la comprensión y el crecimiento.
Timothy Scalona es columnista del Collegian y puede ser contactado en [email protected].
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