Una consecuencia inevitable de entrar en la universidad es alejarse de viejos amigos. Lazos que antes perduraban –desde el Walkman, pasando por el Blackberry, hasta el iPhone– se van como arena de tus manos; y se van a ese lugar recóndito, lleno de polvo, de “solo somos conocidos”.
Yo también fui víctima de esta situación; las noticias que recibía de una amiga en particular venían, de pronto, exclusivamente de las redes sociales. Viendo su Instagram me dio la impresión de que se estaba divirtiendo como nunca. La sonrisa que conocía tan bien –aunque ahora al lado de rostros desconocidos– adornaba la última adición a su perfil. Sonreí contenta y le di like. “Bien por ella”, pensé.
Nuestras conversaciones se redujeron al ocasional mensaje monosilábico buscando actualizarnos sobre nuestras vidas. La nostalgia, sin embargo, recientemente me empujó a llamarla. Mi trivial “¿cómo estás?” tuvo un nuevo sentido; tras su defensivo y esquemático “bien ¿y tú?”, mi amiga se derrumbó y me reveló que había estado deprimida por meses y que ahora estaba buscando ayuda. El cansancio en su voz era evidente y no pude evitar imaginar sus ojos llenos de lágrimas. Ajustarse a su nueva vida en un nuevo entorno no le estaba resultando tan fácil. Lo que no podía imaginarme, sin embargo, es cuán ajena había estado yo a su situación. “Era mi amiga más cercana en casa”, pensé. “¿Cómo no me di cuenta?” Se me ocurrió entonces que tenemos la tendencia a imaginarnos la vida de los demás como un montaje de sus cuentas de Instagram. Y aun así, la realidad está lejos de eso. La imagen online de todos dice que “tienen todo bajo control” y poco más.
Las señales de angustia están mucho más encubiertas de lo que pensamos. Por ejemplo, alguien que acaba de postear una selfie bajo el sol puede estar teniendo un día horrible. De hecho, cada like que reciben nuestras fotos y cada seguidor que ganamos es una carga de dopamina en nuestro cerebro. Las redes sociales pueden ser un mecanismo para lidiar con la depresión. ¿Para qué buscar ayuda cuando puedes adormecer tus penas con la admiración hacia tu sonrisa digital?
Además, muchas de nuestras interacciones hoy día requieren que usemos los pulgares. Aunque esto sin duda aumenta la estabilidad, y por ende la productividad, hay algunas cosas que nos perdemos. Hay algo en una conversación honesta por teléfono que los mensajes no pueden replicar del todo, sin importar cuántos emojis y gifs usemos para llenar el vacío. Es más, escuchar la voz de alguien al otro lado del teléfono, nos da pequeñas pistas para discernir su estado mental, ya sea la emoción que desborda de la voz de tu mejor amiga ante un chisme inminente, o el tono malhumorado de su “hola” que indica que algo no está bien. La comunicación audio-vocal es la quintaesencia del idioma humano; no puede simplemente ser empujada fuera del camino.
En conclusión, debemos darnos cuenta de que la imagen digital de alguien no es su completa realidad . Más bien, es un vistazo de sus mejores momentos. Lo que está entre los espacios es esa montaña rusa llamada vida cotidiana: llena de emociones, golpes y moretones. Así que la siguiente vez que te sientas mal y la historia de Snapchat de alguien lo muestre buceando en alguna isla exótica, no te tortures. Ponte feliz por su buen momento, y ten por seguro que el tuyo no está muy lejos. Aunque pienses que un ser amado está bien porque su cuenta de Instagram es de puras sonrisas o porque respondió a tu “¿cómo estás?” con un “genial”, siempre es bueno darles una buena llamada como las de antes.
Bhavya Pant es columnista del Collegian y puede ser contactada en: [email protected].
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